Tarde de otoño
Es una tarde lluviosa. De las hojas de los árboles caen al suelo gotas de agua que la lluvia ha depositado en ellas. Yo miro por la ventana, a través de los vidrios, como la lluvia cae sin darse un momento de descanso. ¿Salir? ¡Imposible! Bah, en realidad sí es posible. No es una tormenta tropical, con baldazos de agua cayendo y vientos que sacuden las ramas de los árboles. Es una lluvia tranquila, aunque incesante. Con un impermeable y un paraguas, se puede salir perfectamente si es necesario. Hay personas a las que les gusta caminar bajo la lluvia. Aunque no es mi caso, yo he conocido alguna de ese tipo. Esta lluvia me hace recordar una en particular. Si ella estuviera ahora aquí a mi lado, seguramente me diría:
– ¡Qué lindo para salir a caminar!
Pero ella no está y yo no tengo ganas de salir. Tal vez lo hubiera hecho para acompañarla. Pero siempre he pensado que no hay que complicarse la vida si no hay necesidad. Tal vez sea una lección aprendida en la infancia, cuando los días de lluvia no había clase. Era bueno quedarse en la casa y no tener que ir a la escuela. Tal vez sea un producto de mi psicología "estructurada", como suelen decir, que me lleva a no afrontar riesgos a menos que sea imprescindible. Tal vez sea por eso que ella no está aquí ahora, porque a ella sí le gustaba correr riesgos. Recuerdo una vez que salimos de vacaciones y el hotel en que nos alojamos nos dio una habitación en el séptimo piso, con balcón a la calle. Cuando salimos al balcón para mirar el paisaje, ella se sentó en el murito que estaba a siete pisos de altura sobre la calle, lo cual por supuesto no me pareció nada aconsejable. Solía hacer cosas así, y un día le pregunté:
– ¿Porque haces eso?
– ¡Porque es divertido! – me contestó.
Era ese tipo de mujer, de las que cuando van a un baile no se quedan sentadas esperando que alguien las saque a bailar, sino que van ellas y sacan al hombre desconocido que les pareció interesante o al hombre que han conocido en otra oportunidad. Los dos tipos de situación me ha tocado experimentar y en ningún caso tuvo la historia un final feliz. Con esta mujer, vamos a llamarla "María" como la protagonista del film de Spielberg de 2061, "West Side Story", pasó lo que tenía que pasar dado que los dos éramos tan distintos. Ella quería ir donde era claro que no debía ir porque no era conveniente o porque una autoridad así lo había indicado, pero una vez que algo se le había metido en la cabeza no había manera de disuadirla de tratar de alcanzar lo que se había fijado como objetivo. Era inútil que yo tratara de hacerla entrar en razón, explicándole los problemas que podía tener de persistir en su propósito. Su convicción era que, si no podía conseguir lo que quería de una manera, tenía que intentar otra y otra, hasta agotar las posibilidades.
Admirable forma de pensar, que ha llevado a conseguir éxitos memorables en algunos casos, como la invención de la bombilla eléctrica por Edison, la cual se dice que le costó fracasar mil veces antes de conseguir lo que anhelaba. Pero una manera fatal de pensar para una relación con una persona que considera que antes de intentar algo hay que sopesar los pros y los contras, los beneficios y perjuicios de lo que se quiere conseguir, para evitar golpearse la cabeza contra la pared. El que quiere salirse con la suya a toda costa no tolera y no soporta a los que quieren explicarle que todo tiene un valor y un precio, y que si el precio supera al valor es mejor dejarlo de lado.
Finalmente e inevitablemente la relación termina rompiéndose porque una parte acusa a la otra de falta de apoyo y de deslealtad, y la otra parte se cansa de que sus consejos no sean escuchados y de escuchar las quejas del otro por los fracasos sufridos. No hay nada más desagradable para ambas partes que el que una de ellas tenga que decir: "Ya te lo dije". Entonces el que podría decirlo no lo dice y se resiente por no ser escuchado, mientras que el que sufrió el fracaso se resiente porque el otro no empatiza con sus sentimientos de fracaso. Es que resulta difícil empatizar con un fracaso cuando uno ha hecho la advertencia de que eso podía pasar o piensa que el objetivo no era, al final de cuentas, tan importante.
Esta es la explicación de porqué un día María hizo sus maletas y se fue dejándome solo. Me dijo que estaba cansada de mi falta de apoyo y de empatía. Yo, por mi parte, estaba cansado de tener que apoyarla en proyectos inconsultos que no eran comunes a ambos y de escuchar sus quejas contra aquellos que no le permitían lograrlos. No hubo gritos, golpes o platos rotos. Nada grave como se puede ver, pero suficiente para que yo esté solo ahora mirando caer la lluvia, con la única compañía de los libros que tapizan las paredes.