Mirar la luna
En el agua del quieto mar,
la luz de la luna,
blanco círculo en el cielo,
dibujaba un camino plateado
que parecía ir desde mis pies
hasta el horizonte.
Todo era calma alrededor.
Ni el graznar de las gaviotas
se escuchaba,
que durante el día vuelan
buscando su alimento.
Seguramente también dormían,
como al parecer los cangrejos
que a veces transitan la playa,
dibujando extrañas figuras
en la arena.
Sólo yo estaba despierto,
insomne por los recuerdos que,
una y otra vez,
en mi cabeza daban vueltas.
¿Por qué la vi?
¿Por qué me lo creí?
En el oscuro cielo, me parecía
ver su figura,
como en aquella foto
que la mesera nos sacó
tomando un café.
En ella sonreía, con esa sonrisa
tan especial que tienen las personas
que son felices, y no esa sonrisa
simulada que usa la gente para
sacarse una foto.
Al menos eso fue lo que pensé.
Y fui tan ingenuo que creí
que su felicidad era estar
los dos juntos, en esa sincronía
en la que los movimientos
y los pensamientos de ambos
van por el mismo camino.
Ciertamente tiene razón la frase
que, inmisericorde, dice que uno
cree lo que quiere creer.
Tan inalcanzable como la blanca luna,
así ella estaba fuera de mi alcance.
Deberían enseñar en las escuelas,
así como enseñan lengua, historia
y otras materias, que enamorarse
es una actividad peligrosa,
no apta para personas sensibles.
Porque te puedes encontrar
con una persona que te diga:
"Pasaba por acá y me acordé de ti",
como si se hubiera acordado
de algo que leyó en el diario
o vio en la televisión, sin pensar
en la tormenta de emociones
que puede despertar que esa persona
se acuerde de ti. Y que al otro día,
cuando la llames para concertar
una nueva cita, te diga sin rodeos
que no tiene interés en verte.
Te encontrarás entonces,
como yo en aquel momento,
sin poder dormir y mirando
la luna sobre el mar.