Las parcas
Era un sábado de mañana y los hombres del pueblo que ese día no tenía que ir a trabajar habían ido al local de ramos generales y expendio de bebidas a comprar algo, los que tenían familia, y tener un pretexto para quedarse a charlar un rato, o los solteros que simplemente no tenían nada que hacer en la casa, estaban allí para encontrarse con los amigos y hablar de las últimas noticias. Los domingos, en cambio, la gente generalmente se quedaba en su casa y almorzaban con la familia. Todavía se conservaban algunas costumbres ya perdidas en las ciudades, como que los hijos los domingos fueran a almorzar con los padres, llevando por supuesto, si los tenían, a sus esposas e hijos. Grandes mesas se formaban entonces, repletas de comida, porque aparte de la que preparaba la madre, la dueña de casa, cada uno traía algo para no ir con las manos vacías. Pero ese día estaban casi todos en el boliche del pueblo, aunque algunos todavía no habían aparecido. Al día siguiente, se jugaba un clásico de fútbol y la conversación lógicamente giraba en torno a la conformación y las posibilidades de los dos equipos. En eso estaban cuando apareció Eusebio, uno de los demorados. Acercó una silla y se sentó, pero no se unió a la conversación. Su semblante denotaba una seriedad inusitada, tanto que otro de la rueda no pudo menos que preguntarle:
--Eusebio, ¿te pasa algo?
Eusebio contó entonces que se acaba de enterar, por un encuentro fortuito mientras venía, que había muerto Rudecindo, otro de los concurrentes habituales. Su mujer se había levantado temprano como todos los días y preparado el mate para tomar entre los dos, y cuando vio que su marido no venía a acompañarla como siempre, fue al dormitorio a despertarlo, pensando que se había quedado dormido, y lo encontró ya muerto.
–¡No somos nada!–sentenció uno.
–¡En cualquier momento podemos morir!–confirmó otro.
–¡Nadie sabe cuándo le puede tocar!–remató un tercero.
Pero hubo uno de los presentes que no estuvo de acuerdo, Toribio, quien no se distinguía por hacer chistes y siempre hablaba seriamente. Toribio dijo:
–Yo sé cuando me voy a morir.
Esta afirmación, por supuesto, levantó un coro de exclamaciones de incredulidad. Algunos pensaron que estaba haciendo una broma. Otros pensaron que lo decía en sentido metafórico. La cuestión fue que Toribio terminó siendo acosado por requerimientos para que explicara porqué decía eso. Toribio entonces contó esto:
En una oportunidad que yo me había tenido que ir del pueblo, me tocó volver a caballo y como me había llevado mucho tiempo hacer mis cosas, ya se estaba haciendo de noche cuando tuve que atravesar ese montecito que hay no muy lejos de acá, después de la lomada. Los árboles que hay a los lados del camino aumentaban la oscuridad que ya estaba llegando. Apuré a mi caballo para que fuera más rápido ya que esa creciente oscuridad me estaba poniendo nervioso, cuando veo en el medio del camino, tres bultos blancos con apariencia de persona. Sofrené el caballo para no pasarles por encima, y cuando estuve cerca tuve que detenerlo por completo, ya que no se movían para dejarme pasar, como uno hubiera esperado. Vi entonces que se trataba de tres mujeres vestidas con largas ropas que les llegaban hasta los pies. Por lo que se alcanzaba a ver, se trataba de gente ya mayor, ancianas como diríamos. Les pedí amablemente que me dejaran pasar, argumentando que se me hacía tarde. Una de ellas habló y con voz cavernosa, dijo:
—Primero tenés que escuchar porque tenemos algo que decirte que te va a interesar.
Las otras movieron la cabeza como asintiendo.
—Dígalo rápido, señora —le contesté—, porque ya se está poniendo oscuro y quiero llegar al pueblo.
—No tengas tanto apuro, porque lo que te voy a decir es algo que muy pocos saben y muchos quisieran saberlo.
—Dígalo de una vez, por favor.
—Vos has sido siempre una buena persona. Has ayudado a mucha gente y por eso se te ha permitido saber cuándo te vas a morir.
Cuando escuché eso, pensé que, vaya a saber porqué motivo, alguien había decidido hacerme una broma. Sigo pensando lo mismo hasta el día de hoy, pero ¿porqué tomarse el trabajo de molestar a tres ancianas? Y además ¿cómo sabían que iba a pasar por ese camino a esa hora? De todas maneras, decidí seguirles la corriente con tal de poder continuar.
—Bueno, dígame cuando será eso—contesté.
—¿Viste ese gran pino que hay en la plaza del pueblo? Cuando ese pino caiga, será la hora de entregar tu vida.
Apenas había terminado de decir esto la anciana que hablaba, cuando las tres desaparecieron sin que yo pudiera decir cómo, pero el camino quedó libre para que pudiera continuar mi viaje, lo que hice a toda la velocidad con que el caballo pudo llevarme. Mientras el caballo galopaba las dudas daban vueltas en mi cabeza. ¿Era una broma? ¿Era un milagro? ¿Era una brujería? De todas maneras decidí no preocuparme porque, aunque fuera verdad lo que me dijeron, ¿porque va a caer el pino? Es un árbol grande y fuerte, que está allí desde hace muchos años y resistido muchas tormentas. Y estando en una plaza pública, ¿quién va a querer echarlo abajo? Por supuesto que voy a morir, como todo el mundo, pero seguramente será de viejo y no porque se caiga el pino de la plaza. Pero ya ven ustedes: si tengo que hacerle caso a esa aparición, yo sé cuándo voy a morir.
Cuando Toribio terminó su relato, una animada discusión se entabló en la que cada uno trató de imponer su opinión sobre lo que le había ocurrido. Cuando agotaron todas las posibilidades, hasta las más extrañas, y se dieron cuenta que no podían llegar a una conclusión verosímil, volvieron al tema del futbol, que era algo que conocían y donde no tenían cabida milagros ni brujerías. Luego, cuando llegó el mediodía, se fueron todos a sus casas, y a los pocos días, ya se habían olvidado del relato de Toribio.
Por esa época había pocos automóviles en el pueblo. La mayoría de los vecinos se movilizaba a pie, a caballo o en carros. Los policías de la comisaría del pueblo cuando necesitaban ir a alguna parte montaban a caballo o los más jóvenes echaban mano de una bicicleta. Pero el gobierno decidió que era hora de modernizar a las fuerzas de seguridad y darles mejores herramientas para cumplir sus tareas. En un publicitado acto, con la presencia del ministro, del intendente, y por supuesto del comisario, se hizo entrega a la comisaría de una moderna camioneta, que a partir de entonces le permitió al comisario recorrer las pocas cuadras que separaban su casa de su trabajo sin necesidad de ensuciar sus zapatos con el polvo de las calles. Aparte de eso, poco movimiento tenía la camioneta, porque ¿quién la iba a manejar sino el comisario? Y éste no se movía mucho de su despacho, porque el delito era raro en el pueblo, y cuando algo ocurría, para eso estaban los dos agentes que tenía bajo su mando. El hijo del comisario, de quince años, se angustiaba viendo al vehículo parado, cuando a él le hubiera venido tan bien para pasear con sus amigos. Pero el padre era inflexible: el vehículo era oficial y sólo él podía manejarlo.
En una oportunidad que el comisario tuvo que ir a la capital, prefirió usar el tren en vez de la camioneta. La estación quedaba a cierta distancia del pueblo, por lo que le tocó al hijo traerla de vuelta, con la obligación de ir a buscar a su padre cuando éste volviera. Por supuesto que lo primero que hizo cuando volvió al pueblo con la camioneta fue aprovechar la ausencia del padre para buscar a sus amigos e ir a dar una vuelta. Pero con los amigos vinieron también varias botellas de vino, que fueron consumiendo mientras paseaban. Para cuando volvieron al pueblo ya estaban completamente alcoholizados, pegando gritos y dándose empujones. Cuando pasaban frente a la plaza, uno de esos empujones dio de lleno en el conductor, quien ante el golpe soltó el volante, y el vehículo fuera de control y acelerado involuntariamente por el que debía dirigirlo, impactó violentamente en el pino de la plaza, derribándolo mientras quedaba seriamente dañado. Por suerte, los pasajeros solamente sufrieron contusiones que, junto con los daños del vehículo y el árbol caído, fueron las consecuencias de la irresponsabilidad de los jóvenes.
Al día siguiente, el comentario de todo el pueblo fue, aparte del accidente, que a la hora que éste ocurrió Toribio se sintió enfermo y poco después falleció sin que nadie pudiera determinar la causa de su deceso.