Las mariposas
Las palabras de mi padre resonaban en mi cabeza mientras la fría llovizna iba empapando mis ropas. "Ten presente, mi hijo," – me dijo en aquella oportunidad en que, desconsolado, le conté de mis problemas de adolescente – que las mujeres son como las mariposas. Si las persigues, nunca las alcanzarás. En cambio, si te quedas quieto en tu lugar, ellas vendrán solas a posarse sobre ti." Cuando conocí a Antonella quedé deslumbrado. Nunca había conocido una mujer como ella. Reunía en su persona todas las virtudes que siempre había admirado. Su figura era perfecta: no le sobraba ni faltaba un gramo. Estaba en el justo punto medio entre la mujer delgada y la mujer obesa. De frente y de espalda tenía con qué llamar la atención. Impresionaba al que se topaba con ella y la seguían con la mirada cuando pasaba de largo. Su carácter también era ideal: nunca demasiado seria ni demasiado festiva. Sabía adaptarse a la situación: reía cuando había motivo para hacerlo y se entristecía cuando la ocasión así lo merecía.
No es de extrañar que de inmediato tratara de intimar con ella. No era esta, sin embargo, una tarea fácil. Como me fui enterando de a poco, cuando nos conocimos ya tenía una historia por detrás. Casada bastante joven, tuvo dos hijos que le tocó criar sola dado que el marido al que, enamorada, había entregado su amor, resultó ser una persona irresponsable y egoísta que despilfarraba el dinero y solamente se preocupaba por sus propias necesidades. Antonella aguantó todo lo que pudo, pero finalmente no le quedó otra opción que pedir el divorcio si quería conservar su salud mental. A partir de allí, en la dura lucha para ganar su sustento y criar a sus hijos, se fue formando una coraza que la protegía de recibir heridas como la que ya había sufrido. Eficiente en su trabajo, no recibía más que elogios de sus jefes, pero cuando sus compañeros organizaban una reunión siempre se excusaba, pretextando que tenía que atender a sus hijos. No se le conocían relaciones en el trabajo o fuera de él.
De más está decir que busqué todas las oportunidades que podía para hablar con ella. Cuando el jefe nos hacía ir a la sala de reuniones, buscaba la manera de sentarme al lado de ella para hacerle comentarios sobre el tema en cuestión. A pesar de ser más antiguo que ella en la oficina, inventaba consultas para tener un motivo por el cual acercarme a su escritorio y cambiar algunas palabras. Traté de sincronizar mi salida con la de ella para entonces acompañarla hasta la parada del ómnibus y así poder sostener una conversación mientras esperábamos que éste llegue. Todo esto lo hacía con la discreción necesaria para no chocar con la coraza mencionada y provocar un rechazo que diera por tierra con mis esperanzas.
Así llegó un momento en que pude ilusionarme de haber entablado una relación de amistad que me permitiera pasar a maniobras más osadas. Averigüé la fecha de su cumpleaños y su dirección. Llegado el día, me retiré antes del trabajo para comprar un regalo y me dirigí a su casa haciendo caso omiso de una persistente llovizna que empapaba la ciudad desde temprana hora. Antonella vivía en un barrio de casas residenciales, con amplias ventanas sobre la calle. Ya era de noche cuando llegué y las luces en las casas estaban prendidas. Al acercarme a la puerta tuve una visión perfecta del living y en él pude ver a Antonella y un hombre sentados frente a una mesita donde lucía una torta de cumpleaños. Al dar unos pasos más, pude reconocer a Eduardo, un compañero de oficina que nunca se había destacado por su popularidad. Tenía razón mi padre: no hay que perseguir a las mujeres, hay que esperar que vengan solas.