La novia
En lo alto de la colina se escuchaba tañir una campana. Enrique no sabía quién la hacía sonar ni el motivo de que sonara. Para él era un elemento más del paisaje, como un árbol o una roca. Su falta de curiosidad a ése respecto no era inusitada. Las únicas veces que se veía motivado a averiguar algo era cuando ese algo se interponía en la consecución de sus tareas habituales. Sus días pasaban monótonamente, haciendo esto o lo otro, pero siempre lo mismo. Cuando algo le impedía cumplir la rutina diaria, o semanal, o mensual, entonces se preocupaba por averiguar qué estaba pasando. Así iba transcurriendo su vida: alimentaba a sus animales, los veía crecer, y cuando alcanzaban el tamaño adecuado los llevaba a la feria que se hacía en el pueblo. Cuando algún animal se enfermaba, si no lo podía curar por su cuenta, iba en el sulky a buscar al veterinario. Esas eran las únicas visitas que recibía, ya que vivía solo desde la muerte de sus padres. Hijo único, no tenía parientes ni amigos que se interesaran en visitarlo. Cuando su madre murió, varios años después que su padre, siguió durmiendo en su cuarto de soltero y la cama del matrimonio quedó desocupada. La casa no era muy grande: apenas tres o cuatro habitaciones, incluyendo la cocina. Tenía, eso sí, agua corriente que venía de un tanque alimentado por el molino de viento que la extraía del pozo.
Su único entretenimiento era, cuando no estaba trabajando, leer unos libros que habían llegado a la casa gracias a un vendedor ambulante que una vez pasó ofreciendo su mercadería. Eso y las veces que iba a la feria eran, por así decirlo, sus únicas diversiones. Estaba precisamente en la feria el día en que se dio cuenta que entre los feriantes había uno que no conocía. Eso lo sacó de su habitual apatía y, sin descuidar sus animales, comenzó a indagar con los que tenía cerca quién era el extraño. Así se enteró de que se trataba de un hombre que recientemente había comprado un campo cercano. Los antiguos dueños habían muerto por la edad y los hijos se habían ido a la ciudad y puesto a la venta el campo de los padres. En otra oportunidad en que había conseguido vender su producción más temprano de lo acostumbrado se dedicó a recorrer los otros puestos de la feria y así pudo conocer a la gente nueva. Se enteró que eran un matrimonio con dos hijos y fue invitado a visitarlos un día que estarían disponibles para atenderlo.
Cuando llegó el día indicado se bañó, se acicaló y concurrió al compromiso social llevando alguna cosa para comer que había preparado recordando los tiempos en que ayudaba a su madre en la cocina. Quedó encantado con la recepción que le brindaron y más encantado aún con la hija del matrimonio, una joven muy agradable y de buena presencia cuyo recuerdo lo acompañó mientras iba en el sulky de retorno a su casa. Enrique nunca había tenido mucho contacto con mujeres debido a su vida solitaria y de trabajo, y las muchachas del pueblo siempre le habían parecido como muy sofisticadas para relacionarse con un trabajador rural como él. Pero esta chica, Emilce, era diferente porque fue criada en un ambiente rural y conocía las vicisitudes que dicho ambiente conlleva. Debido a esto y tras pensarlo mucho, cuando tuvo oportunidad de ver de nuevo al padre de Emilce, le solicitó permiso para visitar a su hija, lo que le fue de inmediato concedido.
Así se puso en marcha un noviazgo al que los padres de Emilce dieron su beneplácito dado que el pretendiente era un hombre serio y de trabajo, y con los medios para darle a su hija un pasar decente. A su debido tiempo el noviazgo desembocó en casamiento y la cama de doble plaza de la casa de Enrique volvió a prestar la función que le correspondía.