La isla desconocida
A comienzos del año 1818 me embarqué en el puerto de Bristol con destino a la India. No entraré en detalles de las distintas peripecias que nos ocurrieron hasta que llegamos al Océano Indico. Estábamos surcando el Mar Arábigo, con destino a la colonia portuguesa de Goa, cuando una violenta tempestad nos arrastró. Doce miembros de la tripulación murieron por exceso de trabajo e ingerir alimentos en malas condiciones, mientras que el resto se hallaba muy debilitado. A la mañana siguiente la tripulación divisó un escollo rocoso a unos cien metros de distancia. El viento era tan fuerte que nos llevó directamente hacia él y nos estrellamos. Entre seis tripulantes arriamos un bote al agua y efectuamos una maniobra para alejarnos del barco y del arrecife. Según mis cálculos, remamos unas nueve millas hasta que ya no pudimos más, extenuados como estábamos por el esfuerzo realizado en el barco. En consecuencia nos dejamos a merced de las olas. Una media hora más tarde una ráfaga del norte volcó nuestro bote. Ignoro la suerte que corrieron mis compañeros, los que se aferraron al escollo, o los que permanecieron a bordo del barco. Deduzco que todos perecieron. Por mi parte nadé, mientras el viento y la marea me arrastraban, según el destino me dio a entender. Con frecuencia tanteaba con las piernas, pero no conseguía tocar fondo. Casi exhausto y sin fuerzas para seguir luchando, me percaté que hacía pie y que la tormenta ya había amainado considerablemente. La pendiente del fondo era tan suave que caminé casi media milla antes de alcanzar la orilla, según mis cálculos hacia las ocho de la tarde. Me encontraba muy fatigado, lo que me producía un sopor irresistible. Me eché de en la hierba, muy corta y suave, y me dormí más profundamente que nunca. Creo que así estuve más de nueve horas. Era ya de día cuando desperté.
En el transcurso de esa mañana caminé y caminé, sin descubrir vestigio alguno de viviendas o personas, hasta constatar que me encontraba en una isla que no aparecía en los mapas que llevábamos en el barco que tan infausto fin había tenido. La isla tenía una playa arenosa que la recorría en todo su perímetro, pero a unos cientos de metros de la orilla del mar el terreno se elevaba abruptamente formando una montaña cuya cima no terminaba en un pico, lo que le daba la apariencia de un cono truncado. Por más vueltas que diera alrededor de la montaña que ocupaba el centro de la isla, no era posible divisar qué había en su cumbre que se elevaba unos trescientos metros sobre el nivel del mar. Mientras estaba haciendo estas investigaciones de pronto pareció que el cielo se ensombrecía y cuando miré hacia arriba, vi que un ave gigantesca se abatía sobre mí. En ese momento acudieron a mi mente todas las historias que había escuchado sobre el ave roc y no tuve dudas de que era uno de estos pájaros el que me aferraba con sus garras y me remontaba por los aires. Todo coincidía con las descripciones que me habían hecho de tal monstruo: el tamaño, varias veces superior al de una persona, las afiladas garras en que terminaban sus patas y el curvado pico que denotaba su índole carnívora.
El ave remontó vuelo rápidamente, impulsándose con sus potentes alas y en pocos minutos estábamos sobrevolando la cima de la montaña, que reveló ser hueca como si de un volcán apagado se tratara. En el hueco dejado por la lava, una feraz vegetación había crecido, con árboles de una dimensión inusitada. En uno de esos árboles pude divisar algo que semejaba el nido de alguno de los pájaros más corrientes, y en él versiones reducidas de aquel que me transportaba. Inmediatamente deduje que estaba siendo llevado para alimentar a la cría del ave roc, y que, si no hacía algo prontamente, iba a ser devorado por esos picos abiertos que veía apuntando al cielo, como presintiendo la llegada de la comida que les estaba designada. Desenvainé mi espada y comencé a asestar golpe tras golpe a las garras que me aprisionaban hasta que el animal no tuvo más remedio que soltarme, so pena de quedarse sin sus extremidades. Mi caída fue amortiguada por las ramas de los árboles que crecían frondosamente en la zona donde conseguí liberarme.
Una vez en tierra pude conseguir comida de los frutos que abundantemente crecían en los árboles y agua de un cristalino arroyuelo que corría entre la floresta. Con tiempo pude construir una vivienda donde alojarme y estar a cubierto de las inclemencias del tiempo. Desde allí me dediqué a estudiar la exótica naturaleza que me rodeaba, cuyos individuos, tanto vegetales como animales, eran todos de dimensiones muy superiores a las de los que conocemos en Europa, tal vez por alguna característica del entorno que los hacía crecer desmesuradamente. Conseguí identificar una especie de aves que, a diferencia del ave roc, no eran de rapiña y que, una vez al año, viajaban hasta el continente africano para llevar a cabo su ritual de apareamiento. Concebí la idea de que atándome a una pata de uno de estos animales, como se envían mensajes con las palomas, podía conseguir salir de la desgraciada situación en que me encontraba. Ni bien pude, llevé a cabo esta arriesgada maniobra y así volé hasta el suelo africano, donde una caravana de beduinos me recogió y llevó de vuelta a la civilización, siendo muy bien pagados con las piedras preciosas que recolecté durante mi estancia en la isla, la cual, según mis conocimientos, no ha sido hasta ahora agregada a ninguna cartografía.