La iglesia abandonada
Íbamos avanzando por un estrecho sendero que se internaba en el bosque. La verdad, no era un agradable paseo porque era evidente que hacía rato que nadie transitaba por ahí, y las malezas, las lianas y las ramas de los árboles que habían crecido desde la última vez que alguien pasó, parecían brazos que se extendían para dificultar nuestro avance. A la cabeza del pequeño grupo iba un lugareño al que habíamos convencido de ayudarnos mediante el pago de una suma de dinero y que, provisto de un machete, iba abriendo camino donde hubiera sido difícil pasar. La gente del lugar era reacia a internarse en el bosque, porque decían que ahí habitaban malos espíritus, pero este hombre, más incrédulo o valiente que los otros, había decidido dejar a un lado las supersticiones locales por el incentivo del dinero que iba a cobrar.
El resto de la expedición estaba formado por mí (obviamente), la maestra del lugar, Lucía, el cura del pueblo y un agente de la comisaría. Todos calzábamos las botas de caña alta que nos habían recomendado como un escudo contra las víboras. Cada uno tenía su propio interés en integrar la expedición. Lucía se encontraba con problemas para impartir conocimientos a criaturas que habían sido imbuidas de cuentos y leyendas por sus progenitores. El cura tenía un problema similar con sus feligreses, que discutían las consecuencias de la doctrina cristiana que eran suministradas desde el púlpito. El cabo de la policía que nos acompañaba había sido designado por el comisario a raíz de algunas muertes sin explicación y que la gente atribuía a los espíritus diabólicos que habitaban en el bosque. Cuando pedimos ayuda a los vecinos, nuestro guía contestó: "Vivir, para que quiero vivir, si mi vida está acabada, pero si tengo que vivir un poco de dinero no me vendría mal."
Yo, por mi parte, como periodista que escribo para un suplemento que se distribuye a varios periódicos de capitales provinciales, esperaba conseguir material para una nota que resaltara el aspecto misterioso y sobrenatural del asunto, dado que esa es mi especialidad y eso es lo que atrae a los lectores del suplemento. El objetivo de financiar esta expedición era sacar a la luz la veracidad o no de una vieja leyenda que afirmaba que, en los tiempos coloniales, se había construido una iglesia que luego, a raíz de la mudanza del pueblo a un lugar más favorable, había quedado abandonada. El bosque, se decía, había crecido alrededor de ella, ocultándola como un telón, lo cual fue aprovechado por algunas gentes para llevar a cabo allí sus ritos satánicos. Esas gentes ya hacían rato que estaban muertas, pero la gente decía que en la iglesia habían quedado los espíritus que ellos habían convocado, cual enviados del Diablo para hacer el mal en la tierra.
Obviamente que no esperaba encontrar a los satanistas dedicado a sus rituales prohibidos, dado por un lado porque ya había transcurrido mucho tiempo de todo aquello y por otro lado porque era evidente que por esos lados no circulaban muchas personas, teniendo en cuenta la espesa vegetación parecida a una verde barrera en la que prácticamente íbamos abriendo una picada. Pero con constatar la existencia de la vieja iglesia, sacar unas fotos, y transcribir las historias que la gente contaba, ya estaría completa la nota. Al hacer accesible el viejo edificio, si existía, de manera que cualquiera pudiera visitarlo, se conseguiría desmentir la existencia de espíritus y, tal vez, hasta agregar al pueblo un lugar de interés turístico. En la alcaidía tuvimos más suerte que con los lugareños al encontrar viejos documentos de más de doscientos años que indicaban la ubicación original del poblado y de un sendero que usó cuando se produjo la mudanza, y por él fuimos avanzado hasta que cuando el sol estaba a punto de esconderse como una vela que se apaga, pudimos avistar restos de antiguas construcciones, y, en medio de ellas, una de mayor altura que cuando nos acercamos demostró ser lo que quedaba de la iglesia que estábamos buscando.
Armamos un campamento, prendimos fuego para cocinar lo que habíamos llevado para comer y, luego de disponer un esquema de guardias durante la toda noche, dormimos pacíficamente como niños sin que ningún espíritu nos molestara. Al día siguiente, ya con la luz del día, yo tomé todas las fotos que me parecieron necesarias, Lucía hizo un croquis de lo que quedaba de la iglesia (ya muy derruida), el cura realizó varios rituales de exorcismo para echar a los malos espíritus si es que quedaba alguno, y el policía tomó mate mientras circulaba por las ruinas para ver si encontraba algo de su interés. Al mediodía hicimos un asadito y luego emprendimos el retorno como personas que han cumplido su tarea. Hoy en día los ómnibus que pasan por el lugar hacen una parada para que los pasajeros puedan visitar las ruinas y, de paso, comprar algunas de las artesanías del lugar.