En la jungla
Había quedado solo. Solo con un machete en la mano con el que trataba de abrirme camino en la enmarañada jungla. Todos mis porteadores me habían abandonado, uno por uno, a medida que nos alejábamos de la costa y nos adentrábamos en la jungla. Uno dijo que tenía que ir al bautismo de un sobrino, otro que tenía que ir a ver a su madre enferma en el hospital, otro más que tenía que cuidar a su hija porque la niñera tenía que irse. Así, con un pretexto u otro, tiraban su fardo y se perdían entre los árboles, las lianas y los helechos. La verdad era que tenían miedo de encontrarse con la tribu que estábamos buscando y que, según ellos, eran caníbales. Yo les había repetido hasta el cansancio que el canibalismo era un mito, que la psicología moderna había demostrado que semejante aberración era incompatible con la naturaleza humana y que esta expedición tenía por objeto justamente demostrar eso. Pero no pude vencer las supersticiones que desde niños les habían inculcado.
Cuando ya mi brazo estaba exhausto de machetear, de pronto llegué a un claro en la jungla. Me derrumbé al suelo, agotado por el esfuerzo. Antes de caer, pude ver en el centro del claro una gran olla de hierro fundido y en los bordes del claro, unas cuantas chozas techadas con paja. Caí en la inconsciencia. Cuando recobré el sentido, me encontré rodeado por un grupo de nativos que hablaban entre ellos. Por suerte, en el camino recorrido desde que había desembarcado, había conseguido aprender algo del idioma que hablaban. Pude captar algunas palabras que daban a entender que el agua en la olla ya estaba caliente y que era la hora de meterme en ella. Me sentí gratificado. ¡Por fin mis sueños se cumplían! Lo que tantas veces había sostenido en mis conversaciones con los colegas de la universidad estaba demostrado. ¡Esas eran buenas gentes! Habían comprendido lo que me había costado llegar hasta allí y decidido que lo mejor para recuperar mis fuerzas era un buen baño caliente.
Prontamente fui despojado de mis ropas e introducido en la olla. Mientras una ola de gratitud me invadía, solo atiné a pensar si no sería ofensivo decirles que podían apagar el fuego debajo de la olla, porque el agua ya estaba caliente por demás.