El río y el pescador
Aquel día se levantó temprano. Era su día libre, en el que no trabajaba y pensaba dedicarlo a su distracción favorita: la pesca. Su esposa dormía todavía cuando, en la cocina, calentó el agua para tomar unos mates antes de salir. Mientras mateaba, iba comiendo de a pedazos unas galletas de hojaldre que sacaba de la cesta del pan. Cuando su esposa se levantó, lo encontró revisando los avíos de pesca, controlando que no faltara nada: las plomadas, los anzuelos, etc. Cuando ya el sol asomaba, se despidió de su esposa con un beso y sacó la moto a la calle para ir hasta donde guardaba su canoa.
Cerca de la costa un amigo tenía un galpón que usaba para guardar mercaderías y le había dejado guardar ahí su canoa cuando no la usaba. Abrió el candado, dejó la moto y sacó la canoa que luego echó al agua. Remó y remó porque ese día quería ir aguas arriba hasta el lugar donde se hallaba una pequeña isla separada de la costa por un riacho. Cuando llegó al riacho, se internó en él y fue bordeando la isla hasta encontrar una buena playa de arena limpia donde sería más cómodo pescar que en la costa, en la que la vegetación llegaba hasta el borde del agua.
Encalló la canoa en la arena y bajó llevando la caña en una mano y la caja de pesca en la otra. Las dejó en el suelo y tiró de la canoa hasta sacarla del agua. Sacó de la canoa el banquito plegable y el tarro con carnada. Instaló el banquito y se sentó para encarnar el anzuelo. Se paró y lanzó la línea hasta el medio del riacho. Sabía con seguridad que allí habría peces porque ya había estado antes en ese lugar y siempre había vuelto con algo. Se sentó a esperar con paciencia que algún pez picara.
Hacía mucho tiempo que era aficionado a la pesca. En realidad, desde que era chico. Acudieron a su mente recuerdos de su infancia, de cuando iban con su padre a pescar a la Costanera. Claro que entonces no usaba una caña como la que tenía ahora entre las manos. Su función, como miembro infantil del equipo, consistía en usar el mojarrero para sacar carnada. Pero la emoción era la misma cuando conseguía enganchar una mojarrita y sacarla del agua. Luego a medida que fue creciendo, fue ascendiendo de categoría: primero, una caña pequeña y luego una caña normal, con la que ya podía sacar peces de un tamaño apreciable. Finalmente, al llegar a la adolescencia, se independizó y comenzó a salir por su cuenta, con su propia caja de pesca que se preocupaba de mantener siempre bien abastecida de anzuelos, plomadas, mosquetones, etc.
Aun cuando ya salía solo a pescar, siempre se trataba de pesca costera. No tenía los medios económicos para adquirir una canoa, ni tampoco el tiempo necesario para su mantenimiento o un lugar para guardarla. Su tiempo estaba casi completamente ocupado en trabajar y dada su juventud, los trabajos que podía desempeñar no eran muy bien remunerados. Pero eso también fue cambiando con el tiempo. Sus tareas comenzaron a ser más importantes, y lo mismo pasó con sus ingresos. Comenzó a mirar las canoas que encontraba en la costa y a preguntar cuanto costaba adquirir una de ellas. De a poco un sueño empezó a formarse en su mente: tener su propia canoa y poder salir a la búsqueda de peces más grandes. Aunque tuviera que ser a remo porque todavía no podía darse el lujo de comprar un motor, no importaba. Era joven todavía y tenía fuerzas para remar.
Llegó el día en que, ahorrando un poco hoy y otro poco mañana, consiguió comprarse su anhelada canoa y preguntando, preguntando, averiguó donde se la podían guardar cuando no la usaba. Entonces pudo por fin dejar la costa, adentrarse en el ancho río y elegir el mejor lugar para tirar la línea. Ya era un pescador hecho y derecho. Para esa época, y siguiendo el curso normal de la vida, ya se había puesto de novia con una buena muchacha que comprendía su pasión por la pesca, y él recompensó esa buena voluntad llevándola al altar y formando un hogar al que volvía luego de cada una de sus excursiones de pesca.
Mientras su mente estaba perdida en estos recuerdos, el tiempo iba pasando y el sol cumplía su recorrido por el cielo sin que hubiera un pique en su anzuelo. Llegó el mediodía y decidió soltar la caña un rato para comer algo que había traído. ¿Qué estaba pasando con los peces? ¿Habían decidido tomarse vacaciones ese día? ¿Iba a tener que volver con la cabeza gacha y las manos vacías? Luego de su parco almuerzo, dio una vuelta por la isla para estirar las piernas y volvió a su banquito y su caña.
El tiempo se acababa a medida que el sol iba bajando hacia su ocaso. Los mosquitos comenzaron a zumbar alrededor de él. ¿Era hora de darse por vencido? Decidió que no iba a abandonar mientras quedara algo de luz. En ese momento, un fuerte tirón en la caña lo arrancó de sus cavilaciones. ¡Tenía un pique! ¡Y parecía que era de los grandes! Agarró fuertemente la caña y soltó un poco de línea para dejarlo que se enganchara bien. La línea corrió rápidamente. Evidentemente, era un pez de un tamaño no despreciable. Lo dejó que se fuera un poco, solo para seguridad, y luego comenzó a recoger la línea. No era fácil; el pez tiraba con fuerza. Cada tanto le soltaba la línea para que nadara a su antojo y así irlo cansando de a poco. En una de esas oportunidades, el pez saltó fuera del agua y se pudo ver que era realmente más grande de lo común. Comprendió que no debía apurarse sino quería correr el peligro de perderlo. Con gran paciencia lo fue soltando y trayendo hasta que sintió que podía enrollar la línea lentamente sin que hubiera resistencia en el otro extremo.
Finalmente, tuvo al pez fuera del agua, ¡y era ciertamente una buena presa! Aún entonces se contorsionaba de tal modo que le costó sujetarlo para matarlo y desenganchar el anzuelo. Mientras lo hacía, pensaba en la impresión que iba a tener su esposa al verlo aparecer con semejante pescado. Seguramente se iba a poner tan contenta como él y no perdería tiempo en llevarlo a la cocina y cocinarlo para la cena, porque con un animal de ese tamaño podían tranquilamente comer dos personas.
El sol ya se estaba ocultando cuando, con las últimas luces, empezó a juntar sus cosas para volver, y en ese momento se le ocurrió una idea. Pensó en jugarle una broma a su esposa. Se vio entrando a la casa con una cara triste, y contando que, infortunadamente, no había habido pique ese día. Luego, cuando su esposa lo mirara desconsolada, sacaría el pescado y vería como esa cara de desconsuelo se convertía en una cara brillante de alegría. Cargó sus cosas en la canoa y mientras iba remando de retorno, se iba ya riendo de la broma que pensaba hacer.