El Precipicio
Ya estaban cerca de él. Lo estaban alcanzando. No quería mirar hacia atrás, pero sus oídos, esos implacables oídos que no había manera de tapar, se lo decían sin misericordia de su atribulada mente. Los escuchaba, sus aullidos pavorosos que no cesaban de torturar su cerebro y de hacer temblar su alma. Sabía que si tornaba su cabeza los vería y eso acrecentaría su pavor. Llevaba corriendo mucho tiempo. Sus piernas temblaban por el esfuerzo que les exigía. Apenas podía conseguir que no pararan de correr. Sabía que en cualquier momento caería, rendido, sin poder levantarse. Y entonces se abalanzarían sobre él, y sería su presa, con un destino que ni se atrevía a pensar. Largos y sinuosos caminos había recorrido, siempre tratando de escapar. Primero por las praderas, en terreno llano. Los cultivos, a su vera, desfilaban velozmente. En esos momentos, el vigor todavía no lo abandonaba. Tampoco la esperanza de dejarlos atrás y librarse de ellos. Pero luego el camino comenzó a empinarse y ya le costaba más mantener su velocidad. Estaba saliendo del valle y entrando en la zona de montaña. El camino, que en la llanura era recto, comenzó a trazar curvas y curvas, una tras otra, tratando de escalar la ladera de la montaña. Ya no podía ir tan rápido. Sus perseguidores acortaron distancias. Sus aullidos comenzaron a sonar más fuerte en sus oídos, justo cuando sus fuerzas empezaban a abandonarlo. Levantó la vista y miró hacia adelante. Sin darse cuenta, había dejado muy atrás el llano y estaba en plena montaña. No veía continuar el camino, que parecía terminar donde comenzaba el cielo. Pero no podía pararse, tenía que seguir. Y siguió, hasta que de repente tuvo delante de él una honda sima, que un derruido puente trataba de atravesar pero sin lograrlo. Sus viejas piedras habían caído, vencidas por el tiempo, y se esparcían por el fondo de la quebrada. Lo que tenía delante de él era un precipicio, y lo que tenía detrás era una horrorosa muerte, precedida de incontables sufrimientos. No lo pensó mucho. Si tenía que morir, no les iba a dar el placer de que fueran los causantes de su muerte. Emprendió una última carrera, y juntando los restos de fuerza que le quedaban, saltó al precipicio. Cayó, y mientras caía, sus brazos extrañamente comenzaron a transformarse, y antes de estrellarse contra las piedras, en vez de dos brazos tenía dos alas. Agitó frenéticamente las alas, y se remontó por el espacio, mientras escuchaba a sus perseguidores vociferar inútilmente su frustración por haber perdido la presa ansiada. Comprendió entonces que todo el esfuerzo de la desesperada corrida había sido el precio que debió pagar para dejar de ser una criatura terrenal y convertirse en una criatura aérea, y así ser capaz de navegar a su antojo por el ancho cielo, lo que hizo con el alma exultante sin volver hacia atrás la mirada.