El inmigrante
Cuando bajó del barco los únicos recursos con que contaba eran un poco de dinero como para mantenerse unos meses, un librito con frases usuales, y la dirección de un pariente que lo había precedido en el viaje al exilio. Le había costado decidirse a dejar su tierra natal, pero la pobreza y la falta de perspectivas para mejorar finalmente lo llevaron a tomar la agria decisión que otros antes que él ya habían tenido que afrontar. Las cartas que llegaban de los que ya habían partido eran alentadoras. Contaban que no era difícil encontrar trabajo y que si uno se lo proponía y ponía empeño, podía llevar una vida mejor que en el pueblo de donde no había salido hasta entonces. Decían que la gente era amigable y que no faltaban oportunidades en un país pujante y en desarrollo, donde hacía falta mano de obra para llevar a cabo las grandes obras que se proyectaban. Sabía que los comienzos iban a ser difíciles, más teniendo en cuenta que no conocía el idioma, así que, habiendo tomado la decisión, comenzó a ahorrar lo que podía para llevar algo de dinero y pagar el pasaje del barco que lo iba a llevar a un futuro mejor. A través del correo, averiguó cuanto podía necesitar y quién le podía dar alojamiento en los primeros tiempos. Un pariente que ya había partido le ofreció compartir su cuarto hasta que consiguiera trabajo y pudiera ganar para pagar una pensión. En la ciudad donde se embarcó compró un libro con frases comunes del idioma que en adelante iba a ser el suyo y lo fue estudiando durante la travesía. Todo se desarrolló como estaba planeado. Del dinero que había llevado le daba al pariente para compartir los gastos y todos los días se arreglaba y salía a la calle a buscar trabajo. No era el único en esa situación, ya que muchos como él habían tenido que dejar su país para buscar mejores horizontes. A nadie le extrañaba cuando en su media lengua explicaba sus necesidades y sus capacidades. En su pueblo había podido concurrir a la escuela, así que estaba en condiciones de encargarse de tareas de oficina que no podían realizar los menos capacitados que debían ocuparse de labores manuales. En una casa de comercio necesitaban un empleado para la contaduría y consideraron que él podía ser la persona indicada, ya que no se necesitaban conocimientos técnicos ni un acabado dominio del idioma. Trabajó con dedicación y no defraudó las expectativas de sus patrones. El pariente con el que vivía le ayudó a encontrar una pensión donde además de alojamiento daban comida a sus huéspedes. De esa manera, en no mucho tiempo estaba establecido por su propia cuenta.
En la pensión, para las comidas, se usaba una larga mesa a la cual todos se sentaban codo a codo. Al comienzo, cuando estaba recién llegado, no mantenía mucha comunicación con sus compañeros de pensión, pero a medida que pasaba el tiempo y aumentaba su conocimiento del idioma, comenzó a soltarse y entablar conversaciones. Entre las pensionistas había una mujer que, por casualidad o por intención, a la hora de la comida con cierta frecuencia se sentaba a su lado. Con ella, que se llamaba Gabriela, era con la que más hablaba, tal vez porque parecía ser la que más interés tenía en escucharlo y la que más atención ponía en tratar de obviar sus dificultades lingüísticas. Gabriela había reparado en que los domingos, el día de la semana en que no tenía que trabajar, él solía ir hasta una plaza que quedaba no lejos de la pensión y quedarse largo rato sentado en un banco con tal de no estar todo el día encerrado en su cuarto. Así fue que un día ella le propuso acompañarlo, argumentando que ella también necesitaba salir un poco. Eso terminó convirtiéndose en una costumbre, de tal manera que todos los domingos que el tiempo lo permitía iban a sentarse en la plaza, donde mantenían largas conversaciones. Así terminó anudándose una relación que iba más allá de la amistad y entraba ya en el terreno de lo sentimental. Él se sentía feliz, considerando que la vida había sido generosa con él: tenía donde vivir, un trabajo donde lo trataban bien y una mujer que lo amaba.
Los habitantes de la pensión no eran siempre los mismos. Algunos estaban desde hacía mucho, pero otros permanecían por algún tiempo y luego se iban, siendo reemplazados por otros. Uno de los nuevos inquilinos era un hombre de profesión viajante, que pronto se hizo muy popular por su entretenida conversación, llena de anécdotas y relatos graciosos de cosas que le habían ocurrido con motivo de su trabajo. Cuando había una reunión, era siempre el centro de atracción, con un círculo de oyentes que festejaban sus historias. Gabriela, casi infaltablemente, integraba ese círculo. Él se dio cuenta de que ya no le prestaba tanta atención como antes y que sus conversaciones eran cada vez más cortas, hasta que llegó un domingo en que le dijo que no podía acompañarlo a la plaza porque tenía otra invitación para salir. Más tarde ese día los vio salir juntos de la pensión. Comprendió entonces que la había perdido contra alguien con quien no podía competir. Ninguno de los dos mencionó el asunto pero ella dejó de buscarlo y él trató de evitarla. Poco tiempo después el viajante dejó la pensión aduciendo que debía radicarse en el interior del país y Gabriela hizo su maleta y se fue con él.
Ahora es domingo y está sentado solo en un banco de la plaza. Es una tarde de abril y los fresnos muestran todo su esplendor de hojas doradas, que caen apenas sopla una pequeña brisa. Las mira caer y piensa que, así como las hojas, también sus ilusiones se marchitaron y cayeron, dejándole solamente el recuerdo doloroso de algo que ya no existe.