El fantasma
Ya la noche había caído y el camino sólo estaba alumbrado por los focos del auto que conducía. No era la primera vez que tenía que manejar de noche, pero sí era bastante inusual. No me gusta manejar de noche. Me gusta ver todo el panorama delante del auto que voy manejando, para así así tener a la vista todo lo que me espera antes de que algo imprevisto ocurra. Tener que manejar sin ver más que lo que alumbran los focos no es algo que me permita estar tranquilo y la tranquilidad para mí es algo prioritario. Me gusta tener mi vida controlada: salgo a tal hora, viajo tanto tiempo y llego a un lugar donde sé que voy a encontrar el alojamiento que necesito. Esa es mi vida de viajante: andar de pueblo en pueblo tomando pedidos que después la empresa que me paga se encarga de hacer llegar a destino. Pero viajar de noche no es lo mío. Ya una vez tuve que esquivar milagrosamente a una vaca que inopinadamente se me cruzó, justamente por viajar de noche y no poder ver a los costados del camino.
Esta vez había surgido un problema. El negocio que tenía que hacer el pedido no había tenido tiempo de llevar a cabo su inventario y tuve que esperar que lo hicieran para poder encargarme lo que tenían que reponer. Esa era la razón de que ahora, involuntariamente, estuviera viajando de noche por un camino de tierra que me habían indicado como un atajo para poder llegar al pueblo siguiente más rápido que yendo por la carretera principal. De repente siento un estampido y pierdo el control del automóvil. Consigo enderezarlo, freno, y me bajo a ver qué pasaba, aunque ya me lo estaba imaginando. Efectivamente, había pinchado una cubierta. No tenía rueda de repuesto, porque había quedado en una gomería esperando que la pasara a buscar cuando volviera.
Miro a mi alrededor, pensando que podía hacer, y veo a lo lejos una luz que podía indicar la existencia de una vivienda. Me pongo en los bolsillos todo lo podía llevar, cierro el auto y empiezo a caminar en dirección a la luz. Era realmente una casa donde el dueño me atendió muy amablemente cuando le expliqué mi problema y se ofreció a darme alojamiento para pasar la noche y hasta llevarme el día siguiente hasta el pueblo, donde podría encontrar una gomería. Me explicó que tenía una habitación disponible que era la de su hijo, un muchacho de veinte y tantos años al que encontraron un día ahorcado, colgando de un árbol de los que daban sombra a la casa. Tuve que aceptar su ayuda, aunque no me resultaba muy promisoria la idea de dormir en la pieza del ahorcado.
Cuando estaba comenzando a dormirme, sentí que alguien lloraba. Cuando abro los ojos, veo en la oscuridad de la pieza, una fosforescencia con forma de un ser humano sentado en la silla que, con la cama y una cómoda, constituían todo el amueblamiento. La figura que débilmente iluminaba el lugar era la de un hombre joven, vestido con ropa de campo, los codos apoyados en las rodillas, la cara apoyada en las manos, cuyos sollozos me habían despertado. Evidentemente era un fantasma que por lo que se podía apreciar había tenido en su vida un dolor que aún después de muerto lo perseguía. Nunca he entendido el miedo que las personas en general les tienen a los fantasmas, en tanto no hayan sido en vida malas personas.
Para mí, los fantasmas son, básicamente, muertos distintos, que por algún motivo extraordinario se niegan a estar muertos, porque existe algo que no les permite descansar en paz. Así como hay personas que van a un cementerio y hablan con sus seres queridos que están allí enterrados, no veo nada de extraño en hablar con un fantasma, los cuales a veces pueden contestar. Así que me senté en la cama y le pregunté al fantasma porqué lloraba. Y el fantasma me contestó lo que a continuación voy a tratar de transcribir tan fielmente como lo recuerdo, aunque usando mis propias palabras.
Cuando yo vivía, era una persona feliz, que pasaba mis días trabajando en la chacra familiar. En los bailes que se hacen en el pueblo, había conocido a una muchacha de mi edad, veinticuatro años en ese entonces, que todo el mundo admiraba porque era muy linda y elegante y tenía una hermosa voz que lucía en la iglesia cuando se cantaba. Después de la misa, íbamos a sentarnos en uno de los banco de la plaza que queda frente a la iglesia, y allí me contaba las cosas que hacía y que le pasaban. Era muy hábil con las manos y hacía hermosas artesanías con las que adornaba su casa. La gente que nos veía pensaba que éramos novios, y veces me hacían comentarios al respecto, pero aunque me hubiera gustado serlo, ella nunca me dio esa oportunidad, así que yo siempre les aclaraba que era solamente una amiga. Así pasaron dos años, hasta que un día me contó que estaba muy contenta porque en el tren que llegaba esa semana venía su novio. Fue para mí una sorpresa total porque nunca me había comentado que tuviera novio. Cuando le manifesté que no entendía como en dos años de estar hablando nunca me hubiera mencionado que estaba de novia, me contestó que no tenía la obligación de contarme todo, pero que hacía diez años que estaba de novia con un muchacho que había sido su compañero en el colegio, y que se había ido al sur para juntar el dinero necesario para volver y casarse con ella.
Por supuesto que esta noticia me deprimió muchísimo, porque nunca había perdido la esperanza de que a pesar de todo lo que nos separaba, siendo ella una muchacha de pueblo, con educación y muchos dones y yo un campesino que trabajaba la tierra, tal vez algún día se convenciera de que era el hombre adecuado para ser su pareja. El hecho de que además me dijera que no me conocía lo suficiente como para contarme de su noviazgo, siendo que nos habíamos tratado durante dos años de una manera que hacía suponer a los demás que teníamos una relación, fue el golpe que terminó de convencerme de que no tenía nada que esperar de ella y a partir de allí le retirara la palabra y me comportara como si fuera un desconocido, manteniendo una actitud indiferente aunque por dentro me sintiera destrozado.
Nunca le conté a nadie esto que me había pasado y traté de seguir adelante con mi vida, y de consolarme pensando que en realidad éramos muy diferentes y que no éramos el uno para el otro. Pero el dolor de haberla perdido me corroía y no podía vivir en paz. Así que un día decidí acabar con todo ese sufrimiento y matarme colgándome de un árbol. Pero aún después de muerto, ese dolor me persigue y no puedo olvidarla.
Eso fue lo que me contó el fantasma y luego la luz que emanaba fue disminuyendo poco a poco hasta desaparecer del todo, así que volví a acostarme y traté de dormir lo que quedaba de la noche, hasta que llegó el nuevo día y, habiendo conseguido reparar el automóvil, pude seguir mi camino. Pero esa experiencia me sirvió para que, a partir de ahí, nunca más confiara en lo diga o haga una mujer.