El desván
Era domingo y, como todos los domingos, estábamos en la casa de los abuelos. La tradición familiar obligaba a que los domingos fuéramos a comer con los abuelos. La comida era preparada por la abuela, que hacía de jefa de la cocina, y sus nueras, que colaboraban como podían en cumplir las órdenes de la matriarca. Los hombres, sus hijos, mientras tanto, junto con el abuelo, bebían un aperitivo y comían una picada que, según decían, era para "abrir el apetito". Los nietos..., bueno, los nietos no teníamos un papel predefinido en este espectáculo dominguero. Creo que se suponía que hiciéramos lo que nuestros instintos infantiles nos llevaran a hacer. O sea correr de aquí para allá y jugar a lo pudiéramos inventar o con lo que pudiéramos encontrar. Y no era que en la casa de los abuelos se pudieran encontrar muchas cosas que sirvieran de juguete a un niño. Cada uno de los primos tenía en su casa más cosas para jugar que lo que podía haber en la casa de los abuelos. La biblioteca de los abuelos. único recurso para el recreo y el entretenimiento, no era lo que nos podía interesar a nuestra edad, que rondaba alrededor de los diez años, año más, año menos.
Lo que tenía la casa que no teníamos en las nuestras, era un desván, ambiente ya eliminado en las viviendas modernas, y con más razón en los que departamentos. El desván, distintivo de la época en que se construyó la casa, cuando los abuelos se casaron, nos estaba totalmente prohibido por dos razones. Una era que, como no estaba sujeto a limpieza, podíamos contagiarnos de la suciedad allí acumulada, y volver a casa "hechos una mugre", lo cual nuestros padres se habían encargado repetidas veces de hacernos saber que no era en absoluto deseable. La segunda explicación que daban cuando los más rebeldes de los nietos discutían la prohibición, era que allí había cosas que "no debíamos tocar". Pero allí terminaba la explicación; nunca nos decían por qué no debíamos tocar esas cosas. "No se deben tocar, y basta", era la frase con que terminaban las discusiones.
Pero más efectiva que la prohibición paternal, lo que impedía que hiciéramos de las nuestras en el desván, era que para acceder al mismo había que colocar una cierta escalera, lo cual estaba fuera de lo que nosotros, los niños, con nuestra edad y nuestros conocimientos, podíamos realizar. Colocar la escalera era una prerrogativa de nuestros mayores que, obviamente, no lo iban a hacer para que fuéramos a jugar en el desván. Pero ese domingo, el domingo del que estamos hablando, la escalera estaba puesta. Alguien la había colocado y luego se había olvidado o no había tenido tiempo de sacarla. Cuando lo descubrimos, por supuesto que aprovechamos para invadir el territorio prohibido. Una vez allí, rápidamente comenzamos a revolver esos objetos cubiertos de polvo y telarañas. Entre ellos apareció un libro que, sentados en ronda, uno de nosotros comenzó a leer en voz alta.
No entendimos mucho de lo que escuchamos, aunque recuerdo que se le pedía a alguien que venga y que se lleve al que leía. Lo que sí recuerdo perfectamente porque me espantó hasta lo indecible y supongo que a los demás también, es que de pronto la lectura se interrumpió porque el primo que estaba leyendo súbitamente ya no estaba más. Había desaparecido como si nunca hubiera existido, dejando un espacio vacío donde había estado y un libro abierto en el suelo, con el cual todos tratamos de poner distancia abandonando en tropel el desván. Esa tarde cuando las familias se despidieron para volver a sus casas, faltaba uno de los nietos y nunca se supo que había pasado con él.