El ahogado
El cielo tendía su dosel azul celeste sobre la ciudad de Corrientes. Ni una nube alteraba el horizonte. Una brisa suave se hacía sentir de vez en cuando como para amenizar la tranquilidad de la situación climática. Era un día demasiado hermoso para estar encerrado escuchando a esos aburridos profesores que en nuestro primer año en la Escuela Regional nos hablaban de "Educación Democrática" y "Matemáticas", cosas que no nos interesaban en absoluto. ¿Que nos interesaban a nosotros, muchachos de catorce años, esas historias? Que sistemas de gobierno, que Montesquieu, que "El espíritu de las leyes", que la división de los poderes del Estado. ¿Qué entendíamos nosotros de eso? Nada. Y ni hablar de las clases de Matemáticas. Que el teorema de Thales, que si dos rectas cualesquiera son cortadas por rectas paralelas, los segmentos que determinan en una de las rectas ... . ¿Que tenían que ver con nuestras vidas esas rectas que se cortaban unas a otras? Nada. A nosotros, el grupo de amigos que remoloneábamos para entrar en la Escuela, lo que nos interesaba era si Boca le ganó a River, si la chica de nuestros sueños, esa del 1º C, nos había hablado durante el recreo, si nuestra comparsa favorita había ganado en el Corso a la otra comparsa que peleaba por el primer puesto. Esos eran los temas que nos interesaban y no esos temas aburridos que nos proponían los profesores. Era otoño, la mejor estación en Corrientes, cuando ya el calor del verano ha amenguado pero todavía no hace el frío del invierno. La primavera, que es tan mencionada en otras latitudes, en Corrientes es ya el preludio del verano, con sus calores agobiantes. Era demasiado hermoso el día para desperdiciarlo sentados en esos viejos pupitres de la Escuela. Así que decidimos que ese día no íbamos a ir a clase, que nos íbamos a hacer, como se decía, "la rata".
¿Y qué hacer si no íbamos a clase? Uno sugirió, vamos a la costa, a jugar al futbol. Se consiguió la pelota, no sé de donde, y nos encaminamos a una explanada que ya conocíamos, justo a la vera del río. Corrientes es conocido por sus barrancas, e incluso dicen que esa fue una de las razones porqué el Adelantado Juan Torres de Vera y Aragón decidiera fundar ahí la ciudad como lo estipulaban las cartas que así lo designaban. Las costas de la "Ciudad de Vera", como él la nombró, no eran tan bajas como las otras cercanas a ella. El lugar era conocido como el paraje "de las Siete Corrientes", justamente porque allí el rio Paraná fluía aceleradamente, debido a las afloraciones rocosas que allí existían. La cuestión es que nuestra improvisada cancha de futbol tenía como uno de sus límites la barranca que caía a pique sobre el rio.
Prontamente se establecieron los arcos, marcados con carteras, mochilas, abrigos, y todo lo que no íbamos a necesitar para jugar. Se dio comienzo al partido y todos nos sumergimos en la vorágine del juego. La pelota iba de un lado para otro, impulsada por nuestro deseo de hacerla traspasar el arco contrario. Cómo inexorablemente debía ocurrir, en un dado momento uno de los jugadores consiguió colocarse en posición ventajosa y pateó la pelota al improvisado arco. El arquero vanamente trató de atajarla, y la pelota, sobrepasando la inexistente red, fue a dar en el río que corría rápidamente a nuestro lado. Roberto, el más exaltado del grupo, gritó:
– ¡Déjenme que yo la traigo!
Y sin pensarlo dos veces, se arrojó al río en busca de la pelota. El resto, con la inconsciencia de la juventud, aprovechamos la pausa en el juego, para descansar y saciar la sed. No tardamos en darnos cuenta de que Roberto se demoraba en volver con la pelota. Volvimos nuestra atención al río, y vimos a la pelota ya muy lejos arrastrada por la corriente, y a nuestro amigo braceando desesperado para tratar de volver a la costa. Angustiados lo observamos mientras trataba de vencer a la fuerte corriente, hasta que de repente ya no lo vimos más. El río se lo había tragado. Poco a poco comenzamos a darnos cuenta de que nuestro amigo no iba a estar más con nosotros, que nos había dejado para siempre. La pregunta que no pronunciamos mientras nos mirábamos horrorizados era: "¿Qué hacemos ahora?" Alguien finalmente tuvo el valor de expresar:
– Tenemos que ir a decirle a los padres.
No por justa, la propuesta era menos incómoda. Todos quedamos en silencio, presintiendo lo que nos esperaba, hasta que uno dijo:
– Y... sí. No nos queda otra. Pero, ¿quién va hablar?
Acordamos quién iba a ser el encargado de dar la infausta noticia y comenzamos a juntar nuestras cosas. Con la cabeza gacha, y sin decir más una palabra, nos dirigimos a la casa de Roberto, donde el designado tuvo la ingrata tarea de comunicar a los padres que su hijo no iba a volver ya nunca más. Tres días más tarde, el cuerpo de nuestro desdichado amigo fue encontrado por una lancha de la Prefectura a cargo de su búsqueda.