El agujero
Se levantó como todos los días, pero hoy no era un día como todos. Era su día libre en la semana, cuando no tenía que ir a trabajar y podía ir al café a reunirse con sus amigos. Esa era su salida semanal: reunirse en torno a una mesa del café, comentar las noticias del día, contar chistes e historias de lo que les había pasado o habían escuchado por ahí. Es cierto que él no hablaba mucho, porque tenía la impresión de que no lo tomaban en serio, que cada vez que abría la boca para decir algo los otros se burlaban de lo que decía. Sus intervenciones eran, por lo tanto, muy escasas; pero de todas maneras era entretenido escucharlos, y mucho mejor que estar en casa, solo y aburrido. De manera que se bañó, se vistió y tomó el desayuno que él mismo se preparaba: café con leche y tostadas. Luego se dirigió a la puerta de calle, pero al pasar por la sala notó algo raro. Un gran cuadro que solía colgar de la pared estaba en el piso, y en el lugar que antes ocupaba había un agujero de bordes irregulares. Se acercó y quiso mirar a través del agujero, pero nada consiguió ver. Más allá de los bordes del agujero, donde los ladrillos y el revoque habían quedado al descubierto, sólo había una negrura impenetrable. Se le hacía tarde, así que decidió seguir investigando en otro momento qué había pasado y salió a la calle.
Allí todo era normal: la gente, los vehículos, eran los mismos de siempre. Fue caminando hasta el café y encontró a sus amigos ya reunidos en torno a la mesa que era su preferida. Así que se unió a ellos y todo transcurrió como de costumbre. Pero cuando se levantaban para irse, se acercó al que consideraba como el más sensato y sabio de ellos y le pidió que se quedara un momento más. Le contó brevemente lo que había pasado en su casa y le pidió su opinión. El amigo no pareció extrañado; le dijo que a lo mejor lo había soñado o que sino tal vez hubiera un problema con la mampostería que un albañil podría solucionar. Hasta le dio el teléfono de una persona a quien podía llamar para el arreglo. Le sugirió que volviera a su casa y revisara de nuevo la pared para averiguar que había pasado. Tras ese consejo, cada uno se encaminó a su domicilio.
Cuando llegó a su casa, pudo ver que el agujero no era un sueño y que todo estaba tal como lo había dejado. Decidido a dilucidar el enigma, arrimó una silla a la pared y apoyando una mano en el borde del agujero, metió la otra en el mismo tratando de tocar algo. Pero no había nada que tocar. Parecía que detrás de la pared solamente había un vacío sumido en la oscuridad. Intentando encontrar algo, sin darse cuenta movió los pies que asentaba en la silla y ésta se desniveló haciendo que cayera hacia adentro del agujero. Cayó en el vacío, en medio de la oscuridad, hasta que ésta fue reemplazada por la fuerte luz del sol que iluminaba un paisaje que le resultó conocido. Estaba parado en un parque al que a menudo había ido cuando era chico y no muy lejos de él había un tobogán en medio de un corralito de arena.
Un grupo de niños jugaba en el corralito y uno de ellos trepó por la escalera del tobogán. La ropa que tenía era la misma que sus padres le ponían para ir al parque. El niño se tiró y comprendió que se estaba viendo a sí mismo cuando todavía no tenía diez años. Al caer del tobogán, el niño perdió pie y cayó boca abajo en la arena con los brazos extendidos. Los otros que lo miraban estallaron en carcajadas. El niño caído se levantó, y se alejó corriendo mientras lágrimas caían de sus ojos.
En ese momento, sintió que algo tocaba en uno de sus hombros. Se dio vuelta y vio a un hombre con una extraña ropa: un gorro con una borla, una chaqueta de color rojo y unos ceñidos pantalones con rayas de colores. En sus pies, zapatos cuya puntas se curvaban hacia arriba. Su cara ostentaba una larga barba de color blanco. Mientras lo contemplaba atónito, la fantástica aparición sonrió y dijo, con una voz que parecía venir de muy lejos en el pasado:
–Por más que intentes ser la mejor versión de ti mismo, siempre va a haber alguien que se burle de lo que haces.
Apenas terminó de escuchar esto, un haz de luz descendió del cielo sobre su cabeza y sintió que algo lo elevaba del suelo y lo hacía ascender por el espacio. Se encontró de nuevo en el agujero, pero esta vez del lado de adentro y mirando hacia la sala, a la que con esfuerzo consiguió descender. En cuanto lo hubo hecho, el agujero se cerró y la pared quedó de nuevo intacta. Colocó el cuadro en su lugar y todo quedó como había estado antes. A la semana siguiente, cuando fue al café con sus amigos, habló cada vez que quiso hacerlo y tuvo algo para decir, y ya jamás se preocupó de lo que pensaran los otros.